Así es como no podemos. No podemos tolerar que los impuestos en España sean tan injustos, que se paguen tan inequitativamente o que simplemente no se paguen ya sea por la vía del resquicio legal o directamente del fraude. Dado que tanto se alude al pragmatismo de lo que se puede y de lo que no se puede hacer, parece imprescindible decir en voz alta que no es pragmático seguir permitiendo esta situación en la que la clase trabajadora soporta el peso de la recaudación tributaria. No podemos aceptar que los asalariados asuman los impuestos que no pagan las principales firmas que operan en el país.
Hasta la fecha, las familias aportan casi 50 veces más a las arcas públicas que las grandes empresas, lo cual no se corresponde ni por asomo con lo que representa la riqueza de unos y otros. Las familias contribuyen con el 90% de la recaudación y las empresas aportan el 10% restante (y de ese porcentaje, menos del 2% corresponde a las grandes compañías), pese a que las rentas del trabajo suponen menos del 50% del total de renta generada en el país. No podemos admitir que 28 empresas del Ibex 35 hayan pagado 800 millones de euros como impuestos a pesar de haber ganando 13.100 millones de euros; no supone ni el 7% de presión impositiva, 23 puntos menos que el tipo nominal del Impuesto de Sociedades previsto para ellas; todo en el marco de una dudosa legalidad y al amparo de incontables artificios fiscales.
A estos datos alarmantes (súmese que los grandes grupos económicos tributaron apenas al 3,5% por sus beneficios en el año 2011) se añade la intolerable permisividad política con el fraude fiscal. Según un estudio publicado por la Comisión Europea, España perdió en 2012 un total de 12.400 millones de euros de ingresos de IVA —el 18% de lo que teóricamente debería haber recaudado— debido sobre todo al fraude fiscal, pero también a quiebras de empresas, errores estadísticos o formas “legales” de elusión.
Según cálculos del Consejo Económico y Social, el fraude fiscal alcanzó en España el 6% del PIB en 2012. Las causas de este desplome recaudatorio no es casual: a) en España hay un inspector por cada 1.680 contribuyentes, lo que significa un porcentaje tres veces menor a la media de los países de la OCDE (cinco veces inferior a Francia y Alemania), b) el presupuesto dedicado a la Agencia Estatal de la Administración Tributaria se redujo en 2013 un 7,7% en relación al año anterior, c) el 20% de la plantilla se encarga de investigar el fraude de las grandes empresas que concentran el 70% de la evasión fiscal, mientras el resto se dedica al control de autónomos, pequeñas empresas y trabajadores aunque éstos solo entrañen el 30% del fraude… No es de extrañar que el 66,9% de los españoles crea que el Gobierno hace “poco o muy poco” por luchar contra el fraude (CIS, 2013).
Por una vía u otra, legal o fraudulentamente, se llega a que el sistema tributario en España recauda poco, siete puntos por debajo de la media europea. Es cierto que no resulta una tarea fácil hablar de impuestos sin incurrir en la odiosa demagogia electoralista. Porque es escuchar la palabra impuesto y que todo el mundo huya despavorido. Y es que los impuestos tienen muy mala prensa, y en consecuencia, mala fama. Aunque a decir verdad ésta se debe a un trato habitualmente tergiversado y manipulado, más concentrado en contar una verdad a medias que toda la verdad completa. Es frecuente no explicar para qué y por qué se requiere de fondos públicos.
La resistencia al pago de impuestos sólo se puede abordar por la vía pedagógica de tal manera que se exponga cristalinamente el destino adecuado de esos recursos, los detalles del reparto equitativo de la carga tributaria y la escrupulosa rendición de cuentas públicas. El sentido común de la época neoliberal supo librar la batalla contraria. Su acierto táctico fue generalizar, “vender” que todo lo público funcionaba mal, y en vez de contraproponer positivamente, “hagamos bien lo que se hace mal” abogó por instaurar su apuesta económica: privatizar los sectores públicos estratégicos potencialmente rentables por disponer de demanda cautiva (transportes, telecomunicaciones, servicios básicos). Con esta viciada argumentación, se fue despatrimonializando al sector público, vaciándolo de poder económico, y por tanto de soberanía. De este modo, los grupos económicos privados lograron disponer de todo el poder político para hacer y deshacer cuanto quisieron en esta larga y muy fría noche neoliberal que sigue endeudando socialmente a la mayoría social.
El lema “lo público no sirve” sirvió para acometer el programa llamado eufemísticamente “de austeridad”, cuando más que de austeridad se trató de un verdadero empobrecimiento de la mayoría social, amputándole al sector público cualquier capacidad de intervención para solventar lo que el mercado (o sea, cuatro grandes empresas) menoscabó. Con otros tantos subterfugios (lucha contra el déficit fiscal, liberalización, modernización del Estado) se fue instalando en el imaginario popular la idea de que todo lo público es excesivo, corrupto y deforme. La solución —allá donde se produzcan excesos, ineficiencias y corrupción— no pasa desde luego por enterrar lo público; lo privado en sustitución de lo público lo acaba haciendo peor como así se viene demostrando en España a la vista del gran desabastecimiento social que padece la mayoría de las familias en España.
En medio de este tsunami neoliberal, hablar de impuestos requiere navegar a contracorriente y exige pedagogía para explicar para qué y por qué son necesarios. La disputa principal reside en la interpretación del nuevo sentido común económico que viene constituyéndose en base a una mayoría ciudadana que no soporta más la política económica instaurada. Es por ello que la propuesta económica de Podemos en materia fiscal se hace posible; es necesaria y pragmática. La nitidez de su programa económico es proverbial: disponer de los fondos públicos necesarios para garantizar derechos sociales.
Para el futuro Gobierno de Podemos no hay negociación que valga si ésta pone en riesgo la verdadera prima de riesgo, la verdadera deuda, la social, esa que se instala en las entrañas de cada hogar. Es por eso que hay que proponer una nueva política tributaria con soberanía recaudatoria para afrontar el problema de endeudamiento y desabastecimiento social que afecta a una mayoría ciudadana en cuestiones básicas (vivienda, salud, educación, jubilación, servicios básicos, acceso a la justicia). No sólo eso sino que además el Estado se encarga de la defensa del país, de garantizar soberanía energética, de procurar salir del neodependentismo periférico a costa de potenciar una nueva economía social del conocimiento, de fomentar nuevos sectores económicos que reviertan el patrón de intercambio desigual sufrido durante siglos. Y esto exige irreversiblemente recaudar con una nueva política fiscal, con una virtuosa política tributaria socialmente eficiente.
¿Cómo? Con impuestos directos y progresivos para que pague más quien tiene mucho más. Reducir tramos en el IRPF (tal como han hecho los sucesivos gobiernos de PSOE y PP) significa reducir el margen de adecuación de tipos impositivos a la capacidad de pago. Con un Impuesto de Sociedades que proteja a la pequeña y mediana empresa de las abusivas ventajas competitivas de la gran transnacional como forma de contribuir a democratizar la estructura económica. También con otra forma de aplicar impuestos indirectos (como el IVA) que acaba tratando igualmente a desiguales lo que encierra una gran injusticia. O estableciendo impuestos de verdad al capital financiero, desmontando sus incentivos para jugar a la economía de casino. ¿O acaso en aras del pragmatismo debemos tolerar que los fondos de inversión (como las Sicav) sigan abusando de sus privilegios ahora que está de moda pedir sacrificio a todo el mundo?
Así, con un horizonte diáfano de para qué se deben usar los recursos públicos es mucho más fácil explicar por qué son importantes los impuestos, por qué deben recaudarse con eficacia técnica y social de tal manera que “pague más quien más tiene”, con tolerancia cero contra el fraude. Pero esto no ha de ser sólo un lema propagandístico, sino que exige una gran transformación de la estructura tributaria que deje de privilegiar las exenciones del gran capital, que ordene con más progresividad qué impuestos han de ser reformulados, y que busque con recursos públicos cómo enfrentar el fraude. Se trata de diseñar una política tributaria que coadyuve también al nuevo orden económico, que limite prácticas especulativas, y se centre en el fomento de la inversión productiva, generadora de empleo digno y estable, sin ambages. Es fundamental defender el objetivo de soberanía tributaria para lograr que una buena parte de la riqueza generada en un país se emplee para acometer todo lo que se necesita para seguir generando riqueza económica en forma inclusiva.
Ya está bien de caer en la trampa del viejo mito que defiende que más impuestos significa crecer menos porque es una de las ecuaciones matemáticas más estúpidas defendida en la economía dominante. Como diría Galbraith, esta relación tan básica es propia de la economía del fraude a la que nos llevó el paradigma hegemónico de la economía neoclásica (sobre la que se sustenta la economía neoliberal). Relaciones matemáticas tan simples son imposibles que se cumplan si no se complejizan desde lo político, lo humano, lo cultural y lo social.
Pagar impuestos puede ser malo o bueno dependiendo de cómo se usen, al servicio de qué y de quiénes, para qué proyecto, en base a qué paradigma económico. Pagar impuestos para que otros lo malgasten en corrupción no le gusta a ninguna persona de bien. No es cuestión de defender pagar impuestos per se, sino que se trata de que se pague impuestos de forma justa para disfrutar de políticas sociales redistributivas también justas y necesarias para garantizar el bienestar social sin exclusiones ni excepciones, y también para construir otra economía de base sólida productiva para evitar el vicio de vivir de las burbujas. Es esto lo que Podemos propone. ¿Quién piensa que no se puede diseñar otra política tributaria?
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