La palabra populista se utiliza como ofensa descalificatoria, especialmente en España y Grecia, contra las dinámicas cívicas de cuestionamiento progresista del poder establecido. Así, las resistencias populares, democráticas y pacíficas, frente a las políticas de austeridad y la prepotencia antidemocrática promovidas por la troika y el consenso conservador-socialdemócrata europeo, serían todas populistas. Esta descalificación se dirige no solo contra Podemos, Syriza y los sectores alternativos a los recortes sociales sino también frente a representantes críticos de la socialdemocracia.
Así, el ministro de economía francés Montebourg, cesado por Hollande-Valls, ha sido calificado como ‘populista’ por sus críticas a la austeridad, en un editorial del diario El País (27-8-2014), titulado “Populistas infiltrados”. Incluso, el líder socialista, Pedro Sánchez, también ha recibido tal acusación de populismo desde gobierno del PP cuando, para recuperar una mínima credibilidad social, ha manifestado que fue un error del gobierno socialista la reforma del art. 135 de la Constitución, que pactó con el PP para garantizar la prioridad del pago de la deuda pública en detrimento del gasto social y los servicios públicos para la población.
Quien osa cuestionar el consenso regresivo de la austeridad y la hegemonía del poder institucional europeo (troika y élites gobernantes), estaría fuera de la realidad, tendría oscuros intereses desestabilizadores del sistema político y la Unión Europea y, llegando al cinismo, iría en contra del pueblo y la democracia.
Con esa demagogia insultante, grupos poderosos que se aprovechan de los recursos públicos en beneficio propio y amparan una gestión nefasta, pretenden demonizar las corrientes críticas y neutralizar las actitudes democráticas. Para ello su calificativo más peyorativo y de moda es populista. Es más, son esas élites dominantes quienes, para esconder sus políticas antisociales y autoritarias, suelen utilizar la demagogia populista, muchas veces vestida de marketing político.
Hoy día, en el ámbito mediático, se suelen identificar con el populismo tres tipos distintos de movimientos descontentos con el poder establecido: el populismo latinoamericano (Venezuela, Bolivia, Ecuador) que ha alcanzado el poder institucional frente a las oligarquías tradicionales, de forma democrática; el populismo de extrema derecha, autoritario, xenófobo y nacionalista; el movimiento progresista de indignación ciudadana contra la involución social y democrática y, en particular, el movimiento 15-M y expresiones políticas alternativas como Podemos y Syriza.
Dejando al margen la experiencia sudamericana, tenemos en Europa dos dinámicas que el establishment pretende emparentar bajo el mismo rótulo descalificatorio de populismo, cuando las dos corrientes, neofascista y democrática-radical, son antagónicas en las cuestiones fundamentales. La primera, pretende mayor autoritarismo, división social y jerarquía absoluta del poder oligárquico. La segunda, mayor democracia, unidad popular frente a las oligarquías y más igualdad y participación ciudadana. El proyecto del primer tipo de movimientos, de extrema derecha, pretende empujar todavía más las dinámicas antisociales, autoritarias y excluyentes del bloque de poder dominante; el del segundo, cívico, quiere frenarlas y generar un cambio más social, democrático e integrador. Los primeros, aun con una retórica populista y una instrumentalización demagógica de partes del pueblo, están vinculados con fuerzas poderosas delestablishment (incluidas las fuerzas de seguridad y del aparato estatal y financiero); los segundos, deben reafirmar su arraigo con una base popular, imprescindible para combatir a los poderosos.
Las diferencias son claras y afectan a la esencia de cada tendencia. El contenido sustantivo regresivo, político y social, del populismo de derechas le emparenta con el bloque liberal-conservador. Son dos corrientes convergentes en el proceso de involución social y democrática y su deslizamiento hacia el autoritarismo y la desigualdad. Y enfrente están las nuevas fuerzas alternativas y críticas, con una dinámica democrática y emancipadora.
La oposición a todo ese proceso antisocial e ilegítimo no la ha ejercido la socialdemocracia que, con leves matices, ha participado de esa gestión antisocial, sino una ciudadanía activa y democrática compuesta por múltiples grupos sociales, sindicales y políticos alternativos y de izquierda. Estos movimientos sociopolíticos indignados están claramente diferenciados de esas dos corrientes prepotentes: neofascista o extrema derecha, y liberal-conservadora o simplemente de derechas. Y se oponen a ambas. La indignación ciudadana y la activación del movimiento popular y de protesta social, particularmente en España, así como la emergencia del electorado alternativo y el fenómeno Podemos, han tenido un contenido progresista en lo socioeconómico y democrático en lo político. Su referencia política y de alianzas europeas es la formación griega Syriza (Coalición de izquierda radical), organización nítidamente de izquierda democrática, aunque también la emparenten con el populismo, y con un amplísimo apoyo popular que le permite dirigir el nuevo gobierno para remontar la austeridad y el sufrimiento del pueblo griego. Es todo lo contrario al carácter reaccionario, autoritario y excluyente, dominante en el populismo europeo de ultraderecha.
Este proceso de resistencia y reactivación popular progresista en España (al igual que en Grecia y otros países), con una gran legitimidad ciudadana, es lo que pone en cuestión la estabilidad institucional del bloque de poder oligárquico, previene una deriva autoritaria y xenófoba, abre una esperanza para un giro social en lo económico y un cambio democratizador en lo político; por tanto, es considerado como el adversario a batir por los poderosos. No es de extrañar que en el intento de deslegitimar a esta dinámica emancipadora de cambio social y político, las fuerzas que defienden el establishment tergiversen el sentido de este movimiento popular crítico, lo asocien con dinámicas de extrema derecha o simplemente lo declaren irracional, pasional, extravagante e iluso y, para ello, uno de sus descalificativos de moda es el de populista (igual que ayer el de comunista, izquierdista o radical).
Así, según Pedro Sánchez, nuevo Secretario general del PSOE, Podemos es la ‘institucionalización del populismo’. Él intenta construir un discurso y una imagen ‘centrada’ con dos extremos que se tocan y son similares, pero poniendo el acento en la descalificación de las fuerzas a su izquierda. Como aquí no existe apenas el neofascismo y tiene poco peso electoral el populismo ultraconservador al que vincular Podemos, esa ofensa pretende emparentarle con el PP, considerándolo aliado de la derecha, cuando es la cúpula socialista la que pone en primer plano los acuerdos de fondo con los conservadores y éstos lo sitúan como su adversario principal y a los socialistas como posible aliado. Para los políticos y los medios afines al aparato socialista ellos serían en centro y la expresión democrática, y los dos ‘extremos’ tenderían al autoritarismo. Pero esa versión sí que es una auténtica manipulación y no convence a la mayoría de la población, ni siquiera a su anterior base ahora desafecta. Resulta que todavía es muy evidente y está fresco en la memoria colectiva que fue la cúpula gubernamental socialista y después la del PP, las que han impulsado una gestión regresiva y antisocial, impuesta a la ciudadanía frente a su opinión mayoritaria.
La estrategia de austeridad está basada en la racionalidad económica neoliberal, salvaguardar los grandes beneficios empresariales y del capital especulativo, y el supuesto interés del Estado. Y los Gobiernos europeos la pusieron por encima del bien común o el interés general de la sociedad. Eso se llama autoritarismo y separación de dos polos: por un lado, el poder, que impone un reequilibrio a su favor; por otro lado, la gran mayoría de la ciudadanía, con desventajas para ella. Es decir, hay una imposición a la sociedad de la hegemonía institucional de una élite dominante (polarización negativa), así como, una oposición de una mayoría popular que está en contra de los recortes sociales y reclama servicios públicos de calidad (polarización positiva). El contenido de esas políticas sociales y económicas es regresivo y su sentido político es de prepotencia y autoritarismo. Demuestra la poca sensibilidad social y el escaso respeto a los valores democráticos de las direcciones socialistas, como ha comprobado el Pasok griego con su debacle electoral. Podríamos decir que cuando critican a Podemos (o Syriza) de populismo ‘ven la paja en ojo ajeno y no ven la viga en el propio’.
Para las capas dominantes todo lo que esté fuera o en contra del núcleo de poder liberal-conservador, con el consenso de las cúpulas socialdemócratas, y sus políticas de imposición de la austeridad y los ajustes regresivos, hay que descalificarlo y marginarlo. Su gestión regresiva y su hegemonía institucional no son cuestionables, obedecerían a la racionalidad económica, serían las únicas posibles. Lo único realista sería que la ciudadanía acepte o se someta a ese poder hegemónico en el plano económico-financiero e institucional, pero con graves deficiencias de legitimidad popular. Y que la ciudadanía se resigne a la dinámica impuesta de involución social y democrática con graves consecuencias para la mayoría popular. La indignación, la crítica y la protesta social progresistas pasarían a ser irracionales, irreales o utópicas y el llamamiento al cambio tendría riesgos de involución totalitaria y, en el menos malo de los casos, sería demagógico, pasional o iluso.
En la pugna mediática y de legitimación social la acusación de populismo, dirigida a las expresiones críticas, en particular a Podemos o Syriza y antes al movimiento 15-M, pretende crearles una imagen de demonización y desprestigio, junto con el embellecimiento de las élites dominantes. No obstante, esta dinámica cívica no es ‘populista’; son movimientos ‘populares’ progresistas y críticos con el poder oligárquico y defienden la democracia y la participación ciudadana frente a la desigualdad y el autoritarismo. Sus valores sociales, cívicos y éticos se fundamentan en la justicia social, la igualdad y la emancipación de las capas subordinadas. Son comunes a las mejores tradiciones progresistas y de la izquierda democrática y muy superiores respecto de la degradación moral, política y democrática de las élites poderosas, incluido las cúpulas gobernantes socialistas.
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